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Monday, October 29, 2007
El Sacramento de la Confirmación
MENSAJE DE BENEDICTO XVI PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8)
Queridos jóvenes:
1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8).
El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión.
-En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad,
-en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor,
-para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio.
Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación para ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.
2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.
En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. Ez 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (Jl 3, 1-2).
En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).
3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).
El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. «Evangelii nuntiandi», 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. «Redemptoris missio», 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. «Apologético», 39, 7).
Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.
5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo.
En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.
Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.
6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. «Sacramentum caritatis», 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión.
A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. «Deus caritas est», 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. «Evangelii nuntiandi», 75) y «el protagonista de la misión» (cf. «Redemptoris missio», 21).
Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. «Redemptoris missio», 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. «Evangelii nuntiandi», 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).
Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. «Redemptoris missio», 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.
8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal «Ecclesia in Oceania» Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).
Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.
María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.
En Lorenzago, 20 de julio de 2007
Benedicto XVI
Monday, September 03, 2007
El Papa en Loreto

03 de septiembre de 2007
"No debéis tener miedo de soñar con los ojos abiertos grandes proyectos de bien, y no debéis dejaros desanimar por las dificultades".
500.000 jóvenes de Italia se reunieron este fin de semana en Loreto para preparar, con Benedicto XVI, la Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará el año que viene en Australia.
El santuario de Loreto conserva la casa en la que el ángel Gabriel se apareció a la Virgen María. Por eso, el Papa ha hablado a los jóvenes de valentía, entrega y humildad. Esta es una selección de palabras del Papa:
“Quien nos ha reunido [en Loreto] ha sido el Espíritu Santo. Sí, es así: quien os ha guiado es el Espíritu; habéis venido hasta aquí con vuestras dudas y certezas, con vuestras alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora os toca a vosotros abrir el corazón y ofrecer todo a Dios. Decidle: “estoy aquí; ciertamente, no soy todavía como tú quieres que sea, no logro ni siquiera entenderme a mí mismo en profundidad, pero con tu ayuda estoy listo para seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven mujer, que hace más de dos mil años dio su “sí” al Padre, que la elegía para ser tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad". Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, digan con fe en Dios: Aquí estoy, se haga en mi lo que has dicho” (...)”.
”Lamentablemente, hoy, a menudo, una existencia plena y feliz está vista por muchos jóvenes como un sueño difícil, y a veces, irrealizable. Tantos de vuestros coetáneos miran al futuro con aprensión y se plantean no pocas interrogantes. Se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en una sociedad marcada por numerosas y graves injusticias y sufrimientos?, ¿Cómo reaccionar al egoísmo y a la violencia que a veces parecen prevalecer?, ¿Cómo dar un sentido pleno a la vida? Con amor y convicción, os repito a vosotros, jóvenes aquí presentes, y a través de vosotros, a vuestros coetáneos en el mundo entero: No tengáis temor, Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas de vuestro corazón. ¿Hay, quizá, sueños irrealizables cuando el que los suscita y los cultiva en el corazón es el Espíritu de Dios? ¿Hay algo que puede bloquear nuestro entusiasmo si estamos unidos a Cristo?. Nada ni nadie, diría al apóstol Pablo, podrá separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Cf Rm 8, 35-39)”.
”Dejad que os repita: cada uno de vosotros si permanece unido a Cristo, podrá cumplir grandes cosas. Por ello, queridos amigos, no debéis tener miedo de soñar con los ojos abiertos grandes proyectos de bien, y no debéis dejaros desanimar por las dificultades. Cristo tiene confianza en vosotros y desea que podáis realizar cada uno de vuestros más nobles y altos sueños de autentica felicidad. Nada es imposible para quien confía en Dios y se confía a Él. Mirad a la joven María. El Ángel le prospectó algo verdaderamente inconcebible: participar en el modo más comprometedor posible en el más grandioso de los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Frente a tal propuesta María quedó turbada, advirtiendo toda la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó, ¿cómo es posible, por qué a mi? Dispuesta sin embargo a cumplir la voluntad divina pronunció prontamente su “sí”, que cambió su vida y la historia de la entera humanidad. Es gracias a su “sí” que nosotros nos encontramos aquí esta tarde.
”Me pregunto y os pregunto: ¿las peticiones que Dios nos dirige, por cuanto difíciles nos puedan parecer, podrán igualar aquello que fue pedido por Dios a la joven María? Queridos chicos y chicas: aprendamos de María a decir nuestro “sí”, porque ella sabe verdaderamente que significa responder generosamente a los pedidos del Señor. María, queridos jóvenes, conoce vuestras aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo, vuestro gran deseo de amor, vuestra necesidad de amar y de ser amados. Mirándola, siguiéndola dócilmente descubriréis la belleza del amor, pero no de un amor “de usar y tirar”, pasajero, engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y profundo. En lo más intimo del corazón de cada chico y cada chica, que se asoma a la vida, cultiva el sueño de un amor que dé un sentido pleno al propio futuro. Para muchos esto se cumple en la elección del matrimonio y en la formación de una familia donde el amor entre un hombre y una mujer sea vivido como un don recíproco y fiel, como un don definitivo, sellado por el “sí” pronunciado frente a Dios el día del matrimonio, un “sí” para toda la existencia. Sé bien que este sueño es hoy cada vez menos fácil de realizar. En torno a nosotros, cuántos fracasos del amor. Cuántas familias destruidas. Cuántos chicos, también entre vosotros, que han visto la separación y el divorcio de sus padres. A quien se encuentra en una tan delicada y compleja situación quisiera decir esta tarde: la madre de Dios, la comunidad de creyentes, el Papa, están a vuestro lado y oran para que la crisis que marca a las familias de nuestro tiempo no se convierta en un fracaso irreversible. Puedan las familias cristianas, con el apoyo de la Gracia divina, mantenerse fieles a aquel solemne compromiso de amor asumido con alegría frente al sacerdote y a la comunidad cristiana, el día solemne del matrimonio”.
”Frente a estas tantos fracasos es frecuente esta pregunta: ¿soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes que han intentado y han fallado? ¿Por qué, yo, justo yo, debería lograrlo donde tantos se rinden? Este humano temor puede bloquear también a los espíritus más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de su Casa Santa, María repetirá a cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, las palabras que ella misma escuchó al Ángel dirigirle: No temas. No tengas miedo. El Espíritu Santo está con vosotros y no os abandona jamás. A quien confía en Dios nada es imposible. Esto vale para quien está destinado a la vida matrimonial, y más aún, para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento de los bienes de la tierra para estar a tiempo lleno dedicado a su Reino (...) Queridos jóvenes, si el Señor os llama a vivir más íntimamente a su servicio, respondan generosamente. Estén seguros: la vida dedicada a Dios no se gasta nunca en vano”.
“Dios “ha mirado la humildad de su esclava”. La humildad de María, ha explicado el Papa, es lo que más aprecia Dios de Ella. No sigáis la vía del orgullo, sino la de la humildad. Id contra corriente, no escuchéis las voces interesadas y sugerentes que hoy desde muchas partes propagan modelos de vida impregnados de arrogancia y de violencia, de prepotencia y de éxito a cualquier precio, el aparentar y el tener, en detrimento del ser. No tengáis miedo, queridos jóvenes, de preferir los caminos “alternativos” indicados por el auténtico amor: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un compromiso honesto en el estudio y en el trabajo; el interés profundo por el bien común”.
“Al humilde se le percibe como uno que ha renunciado, un fracasado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Sin embargo ésta es la vía maestra, no solamente porque la humildad es una gran virtud humana, sino porque, en primer lugar, representa el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino elegido por Cristo, el Mediador de la Nueva Alianza, el cual apareciendo en su porte como hombre, se humilló a sí mismo obediente hasta la muerte y en la Cruz”
“Pienso en tantos muchachos y muchachas que están en el catálogo de los santos anónimos, pero no son anónimos para Dios. Para Él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Todos, y vosotros lo sabéis, ¡estamos llamados a ser santos!“
“Queridos jóvenes –ha dicho el Papa- en nombre de Jesús, con fuerza os quiero repetir esta noche: ¡Id, vivid, amad! A los ojos de Dios, cada uno de vosotros es importante. Sois importantes para vuestras familias, para vuestros amigos, para vuestros educadores, para todos aquellos a quien queréis, para vuestro país, para el mundo entero, para la Iglesia, para Jesucristo. Porque no hay vida que no sea importante, sentíos realmente importantes, protagonistas, porque estáis en el centro del amor de Dios”.
“Si miráis hacia delante descubriréis con felicidad que el futuro está encerrado en vuestra capacidad de responder a la invitación de Cristo a amar sin reservas”
“En Cristo encontraréis la respuesta a las preguntas más íntimas de vuestro corazón, porque Él, sólo Él, es capaz de haceros realmente libres y capaces de amar. No tenéis que temer nada, porque, incluso cuando Él parece que esté mudo frente a vuestras preguntas, os está cerca, es más, os coge de la mano”.
"Ahora, Loreto. Dentro de un año, Sidney... ¡si Dios quiere!".
“Proponer a Cristo [a los demás] no significa imponerlo. Allí donde hay violencia y coerción, no está Cristo. Sed jóvenes de fuerte personalidad: esto es lo que espera de vosotros el Papa; esto es lo que esperan de vosotros vuestros Obispos, vuestra familias y la sociedad actual”.
”(...) Desde ahora, quisiera daros jóvenes una cita en Sydney, donde dentro de un año tendrá lugar la próxima Jornada Mundial de la Juventud. Lo sé, Australia está lejos y para los jóvenes italianos es literalmente el otro lado del mundo. Oremos para que el Señor, que cumple cada prodigio, conceda a muchos de vosotros estar allí. Lo conceda a mí, y lo conceda a vosotros. Es éste uno de los tantos sueños nuestros que esta noche rezando juntos confiaremos a María”.
Saturday, August 25, 2007
Convivencia de seminaristas
Del 14 al 24 de agosto hemos estado en Peñarredonda, un Colegio de La Coruña, algunos sacerdotes con seminaristas de Madrid, Barcelona, Salamanca, Palencia, Santiago de Compostela, y Orense.
Aquí está la prueba:


La primera foto es del día 19 de agosto y celebrábamos el Corpus Christi. ¡Sorpresas gallegas!
La segunda está tomada en un barco mejillonero, por la Ría de Arosa.
Aquí está la prueba:
La primera foto es del día 19 de agosto y celebrábamos el Corpus Christi. ¡Sorpresas gallegas!
La segunda está tomada en un barco mejillonero, por la Ría de Arosa.
Saturday, July 28, 2007
Mensaje a los jóvenes
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN
DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008

Queridos jóvenes:
1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud.
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.
2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.
En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).
En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).
3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).
El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).
Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.
5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.
Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.
6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).
Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.
8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).
Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.
María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.
En Lorenzago, 20 de julio de 2007
DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008
Queridos jóvenes:
1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud.
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.
2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.
En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).
En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).
3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).
El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).
Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.
5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.
Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.
6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).
Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.
8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).
Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.
María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.
En Lorenzago, 20 de julio de 2007
Sunday, April 15, 2007
Una joya para los sacerdotes
SANTA MISA CRISMAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Jueves Santo 5 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. "Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos". Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del vestido: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. "Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí": así describe san Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.
Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: "Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis" (Ef 4, 22-26).
Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un "intercambio de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los sacramentos el sacerdote actúa y habla ya "in persona Christi".
En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro "Adsum" —"Presente"— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí" (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega "por todos": estando a su disposición podemos entregarnos de verdad "por todos".
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros.
Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".
El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Jueves Santo 5 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. "Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos". Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del vestido: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. "Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí": así describe san Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.
Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: "Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis" (Ef 4, 22-26).
Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un "intercambio de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los sacramentos el sacerdote actúa y habla ya "in persona Christi".
En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro "Adsum" —"Presente"— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí" (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega "por todos": estando a su disposición podemos entregarnos de verdad "por todos".
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros.
Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".
El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.
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